jueves, 31 de marzo de 2011

Doña Eulalia

Doña Eulalia es una buena mujer, una señora de las que ya no quedan. Vive en su modesta pero apañada casita con Eulalio, su marido, con el que lleva casada ya más de cuarenta años. Eulalia ha visto pasar unas cuantas primaveras, pero no se siente mayor. Sigue dedicándose a todos sus recados como siempre, y aunque sus rodillas ya no son las mismas que hace veinte años (¡ay la humedad!), no necesita ayuda de nadie. Es una de esas mujeres que tiene unas gafas de cerca y otras de lejos, y hay veces que no las encuentra aunque las lleva encima de la cabeza.

Eulalia y Eulalio tienen cuatro hijos, todos chicos, aunque ya no viven en la casa familiar. Hace años fueron a estudiar a la ciudad y ya no volvieron a vivir al pueblo. Con los años, como pasa hasta en las mejores familias, cada uno fue haciendo su vida, e ir a casa más que una excepción era una rareza. Eulalia y Eulalio querían profundamente a sus hijos, y aunque en algunas ocasiones no sentían lo mismo de su parte siempre los excusaban: "es que ¿cómo van a llamarnos, con lo ocupados que están?","Tendrán mucho trabajo esta semana, si es que pobrecitos míos",...

A pesar de todo, no se podía decir que la de los Eulalios (así era como les llamaban en el pueblo) fuera una familia desunida. En los grandes acontecimientos del año no faltaban las reuniones familiares. En estos encuentros Eulalia se pasaba una semana entera poniendo la casa a punto, y no faltaba la comida ¡desde luego!, si esta mujer sabía hacer algo era cocinar, cocinar para mucha gente, cuanta más, mejor. De hecho había pasado tantos años cocinando para seis (y siempre más, porque los chicos repetían), que siempre se le iba la mano con las cantidades, así tenía Eulalio el colesterol...

Hoy era uno de esos días, era el cumpleaños de mamá. Eulalia estaba impaciente por ver a sus hijos, no importaba la excusa. Llegó el momento y todos pasaron una buena velada, de las de antes, aunque Eulalia estuvo toda la comida trayendo y llevando platos, pasando un poco más algún que otro filete y sirviendo las natillas como les gustaban a sus niños. Ni Eulalio ni los chicos repararon en esto, pero Eulalia estaba encantada sólo por verles engullir, y siempre acababa las comilonas con un "¡No habéis comido nada!".

Al final de la comida todos sus hijos se levantaron al tiempo mientras Eulalio la distraía torpemente hablándole de la cerradura del garaje. Mientras, ella pudo ver como el más pequeño de sus hijos firmaba rápidamente lo que parecía ser una tarjeta de felicitación. ¡Qué despistada!, con todo el ajetreo se había olvidado por completo de que sus hijos siempre le regalaban algo. "Qué majos son estos chicos", pensó, "me regalaran los jabones y la colonia de siempre, pero oye, qué bien me viene".

Los chicos se acercaron a su madre y le entregaron el paquete. Entonces Eulalia, al retirar el papel vio una caja que no se parecía en nada a su habitual caja de jabones. En esta había muchas palabras en un lenguaje cuanto menos extraño para ella y una foto de lo que parecía ser un teléfono.


 -Mire madre, esto es un teléfono móvil.
-Ah, ya- dijo ella abriendo mucho los ojos para intentar disimular su cara de espanto absoluto.
-Se lo hemos comprado porque les vendrá bien si hay algún problema aquí en el pueblo, y así puede hablar más con nosotros.
-Pero yo...no voy a saber usar este trasto.
-Ya verá como sí madre, si esto no tiene ningún misterio.


El resto de la tarde los chicos se dedicaron a configurar el nuevo artilugio y a explicarle su funcionamiento a la dueña. Eulalia, que era una mujer un poco chapada a la antigua, no tenía mucha fe en el tema, pero pensó que no estaría mal si esto conseguía que tuviera más contacto con sus fugados vástagos.

El cumpleaños de mamá pasó, y de nuevo Eulalia hizo las camas, fue al mercado e hizo comida de más. De hecho, Eulalia hizo las camas con el teléfono en la manga de la bata, perdió las gafas con el teléfono en la manga de la bata, e hizo comida de más con el teléfono en la manga de la bata. Fueron pasando los días y las semanas y todo fue igual; y cuando había una llamada de alguno de sus hijos siempre era a su teléfono negro (de color negro teléfono) de rueda, el de toda la vida.

Eulalia siguió cargando cada dos noches (como le dijeron sus niños) su teléfono móvil, esperando alguna llamada ("como tarde llegará en el próximo cumpleaños, supongo"), e ideando nuevas excusas para justificar a los exiliados.


                                                                                          
                                                                                 Todo ello con el teléfono en la manga de la bata.

martes, 22 de marzo de 2011

Zapatillas que hablan

Cada día me ocurre algo muy curioso con mis zapatillas. Resulta que entro en la habitación, donde suelen estar algo desperdigadas, y de repente las veo claramente con la boca abierta, entendiendo por boca el cerco que más tarde se abrazará a mis tobillos. No sé si ustedes, queridos lectores, han reparado alguna vez en este hecho, pero una vez lo comprendan me atrevo a asegurar que nunca más podrán obviarlo.

¿Qué les ocurrirá todas esas veces en las que quieren hablar, pero no lo consiguen?, ¿cuando incluso parece que quieren gritar?. Me temo que llevamos mucho tiempo con esta guerra silenciosa que no nos lleva a ninguna parte (para variar).

También es posible que estén hablando entre ellas y yo sólo llegue y las interrumpa:

-Yo creo que no le caigo bien, sólo me saca cuando llueve.
-Qué va mujer, ¡no digas eso!
-Claro, como a ti sólo te lleva en las audiciones...

Ahora que reparo en esto, no tenemos nada de consideración por nuestro calzado. Sin ir más lejos, ¿cuántas veces me habré puesto unas zapatillas que estaban rotas o a punto de romperse en lugar de unas que estaban nuevas? - Que si ya estoy acostumbrada a las antiguas, que si las nuevas me rozan,.. Pero, ¿quién piensa en la pobre zapatilla que agonizante sigue aguantando todo nuestro peso?

Nuestro calzado ha dicho basta. No podemos continuar maltratándolo de esta manera, sobre todo porque su ronca respuesta nunca dejará de ser un quiero y no puedo.




Por todo ello, estimado público, les invito a observar lo que miran y escuchar lo que oyen, porque de los zapatos se aprende mucho.

viernes, 18 de marzo de 2011

Las tapas del pan

He de reconocer públicamente que soy amante de lo raro. Este rasgo, que se encuentra entre lo irreverente y lo genético, puede ser de poca ayuda en algunos momentos, pero la mayor parte del tiempo a mí me encanta.

Resulta que una de estas rarezas es el amor profundo hacia las tapas del pan.

Antaño, cuando era yo una niña con pecas (más) y acento andaluz, ya me parecía una injusticia este atropello a las pobres tapas del pan bimbo, que vivía en su paquete ajeno a toda esta contienda. Era impensable aparecer en el colegio con un bocadillo formado por las tapas del pan; esto era comparable a llamar "mamá" a tu tutora delante de toda la clase, o a caerte de la silla una de esas veces en las que te inclinas hacia atrás (también delante de toda la clase).

En parte animada por este asco incoherente que veía en los demás a esas dos rebanadas, yo empecé a apreciarlas especialmente. Con el tiempo se convirtieron en mi parte favorita del paquete; más aún cuando algunos de mis compañeros se reían del tema (joder, qué cruel es la gente).

Pues bien, la indiferencia se convirtió en gusto, y el gusto se convirtió en amuleto. Las tapas del pan son hoy por hoy más que una buena señal.

Si ese día hace bueno: las tapas del pan. Si la conserje me hace caso a la primera: las tapas del pan (esto sólo ocurre con las tapas del pan, en ningún otro caso). Si no me echan de la cabina: las tapas del pan. Si ponen un capítulo de los Simpson que no he visto: las tapas del pan. Si no me llega ningún mensaje de Vodafone avisándome del próximo concierto de Shakira: las tapas del pan. ¿Que casualmente me pongo en la cola rápida del Mercadona, que en principio era la más larga?: las tapas del pan. Y así un largo etcétera.

Me decía una amiga, que por qué no compraba el otro paquete, que tenía el doble de rebanadas y salía más barato. Esta es la respuesta: tengo que esperar el doble de rebanadas a llegar a las tapas. Menos económico, pero más guay.

Que se rían todo lo que quieran los otros niños del patio, que a mí me va muy bien con mis tapas del pan.

martes, 15 de marzo de 2011

- Y, ¿entonces?

- Bueno, entonces no pasó nada. Se dedicó a hablarme de lo mucho que lloraba con las películas.
- Ah.
- Durante toda la tarde, ¿te lo puedes creer?, qué egoísta. Vamos, que yo no le dije nada, pero...
- ...Pero tú queriendo contarle durante toda la tarde lo mucho que llorabas con las películas, ¿no?